Anticipaciones
Seis textos publicados en Matera

Remix

Pantalones

Cuando despierto estoy en el centro comercial rodeado de mujeres que me ofrecen consejos de maquillaje y paquetes de fines de semana en un spa a dos horas de la ciudad, donde el río todavía permite la vida. Nunca sé dónde despertaré cuando duermo. No hay descanso en el sueño. No más cierro los ojos y siento el golpe del transbordo. Es un golpe que trasciende lo físico, que retumba en la consciencia directamente y me obliga a abrir ojos ajenos, recompuestos, para ver, a través de ellos, el mundo que me corresponde. Despierto y estoy sin pantalones en el centro comercial. Apenas lo notan, las mujeres se alejan incómodas. Una de ellas llama a seguridad.

Futuro

Es el antes otra vez. No siempre lo es. Hay personas en la calle y nadie tiene miedo. El encargado de seguridad me pide que abandone el centro comercial de inmediato. Estoy cubierto con una toalla verde particularmente acolchada. Nunca tuve una toalla como esa. No son fáciles de conseguir de cuando vengo. Llevo una camisa de flores y dragones. Camino junto al hombre, que me lleva del brazo mientras por el radio pide explicaciones a varios subordinados sobre mi presencia en el centro comercial. Intento explicarle. Nadie es responsable, le digo. No me oye. Necesito hacer una llamada, le digo. Una mujer se acerca y me pregunta si todo está bien. Antes de que responda el hombre se interpone y le pide a la mujer que se aleje. Repito: necesito hacer una llamada. El hombre me aprieta el brazo con más fuerza y me arrastra hacia una salida de servicio. Cuando cruzamos la puerta un remanente del transbordo lo pulveriza. Lo merecía. Tomo su pantalón y me lo pongo. También me llevo sus zapatos.

Pelo

Entro en un baño y me miro al espejo. Me siento sucio. Necesito afeitarme. No quiero verme así. Un hombre a mi lado se lava los dientes. Le pido que me preste su afeitadora. El hombre me mira con extrañeza. Sincronizo. Le pido su afeitadora una vez más. El hombre abre su bolsa de aseo y saca una máquina afeitadora nueva. Me la entrega. Le pregunto si tiene espuma de afeitar. Tengo gel, me dice. Siento el miedo atrapado en su voz. Le pido que me entregue el gel. Sus manos le tiemblan. Su conciencia se resiste pero finalmente accede. Es doloroso, lo sé. Alguna vez fui sometido. Necesito hacer una llamada, le digo. El hombre me entrega un teléfono portatil que saca de su bolsillo. Ahora debo estar solo, gracias por su cortesía. Lo dejo ir.

Amigos

Salgo del baño y mientras camino hacia una cafetería marco el teléfono y reconozco mi voz amistosa, incapaz de prefigurar su destino. Recito el mensaje que memoricé: estoy presente, tengo el momento, no hay correspondencias en la configuración básica, la partícula admite multiplicidades de cardinalidad arbitraria dada suficiente energía para diseminarlas, el mecanismo es escalable aunque no hay garantía de estabilidad. Espero una respuesta y recibo silencio. Quisiera hablarle de lo que perderá y hablarle de la caída de las bombas. Nadie está a salvo, me gustaría decirme. Me oigo respirar nervioso del otro lado de la línea. Sé que sé que soy quien soy. No estoy seguro de si será la primera vez. Cada instancia genera una realidad propia. Dónde, me dice. Insisto: tengo el momento.

Dinero

Me veo llegar apurado. Me siento a mi lado. Degusto un café como si fuera real. Acerco mi mano a mi cara recién afeitada y la toco para constatar que estoy, que soy. ¿Cómo?, digo. No sé qué responder. Me miro. Nostalgia. Cuánto tiempo. Necesito el cuaderno, me digo. Me veo abrir mi vieja maleta —¿cuándo la perdí?— y sacar el cuaderno apenas usado. Busco la página. Todavía no las he numerado. Todavía lo uso con timidez, inseguro de lo que los modelos sugieren. Señalo la ecuación. Tomo mi lápiz de su bolsillo y añado los términos que alguna vez descarté. Son esenciales, me digo. La convergencia depende de ellos. Mi pasado me mira absorto. Bajo mi mirada. Escribo las cotas de los parámetros y el dominio de las variables. Explico a grandes rasgos cuál es la motivación de estas decisiones. No recuerdo si tengo la experiencia para reconocer si son adecuadas. Probablemente no. Necesito que confíe en mí, me digo. ¿Es posible?, respondo. Asiento. ¿Cómo están ellas?, me pregunto. No respondo. Evado su mirada. Asumo que entiende pues no insiste. Antes de despedirme me pido algo de plata. Me entrego siete monedas pesadas y muy grandes. No reconozco las caras estampadas en ellas ni tampoco sus apellidos. Pago la cuenta. Me veo alejarme, confundido, con el cuaderno apretado en la mano, hacia una de las salidas al parqueadero.

Fantasmas

Lo sigo. No puedo resistirme. Lo veo alejarse por el parqueadero a pasos rápidos. Reconozco la camioneta roja en la distancia y de pronto las veo. Las dos lo esperan junto a la camioneta. La niña tiene siete años. Lleva la maleta que le regalé de navidad, la que siempre cargaba llena de libros y muñecos. Quisiera acercarme y hablarle, sentirla viva otra vez. Me acerco tanto como puedo. Alcanzo a ver sus gestos al verme. Sonríe fácil. Me quiere aunque tal vez no lo merezco. No sé por qué permití que se alejaran de mí. Quería protegerlas. Los tres se suben en la camioneta y arrancan. Quizás ahora no deban partir. No sé qué cambie. Tal vez hice lo suficiente para asegurarme de que estén conmigo cuando se inicien, si es que se inician, las pruebas. Corrijo: con él. Conmigo nunca estarán. Cuando se fueron las perdí.

Animales

Pronto sentiré el sueño otra vez. Entro a la tienda de mascotas del centro comercial. Camino hasta el mostrador de reptiles. Un dependiente pelirrojo me pregunta si busco algo en especial. Respondo que sólo estoy admirando a los animales. En realidad los envidio. Junto a la jaula de los loros, una serpiente pitón joven reposa su comida bajo la luz dorada de un desierto simulado a escala. Las serpientes no saben quiénes son. No saben quiénes son, ni de dónde vienen ni cuál es su propósito. No tienen arrepentimientos. No compadecen a sus víctimas. No se hacen preguntas incómodas sobre las posibilidades del destino. Su existencia es la satisfacción de una necesidad instintiva tras otra hasta que el organismo colapsa. Su incapacidad para reconocerse la libera. Cada despertar es una oportunidad para inventar un nuevo presente que la contenga.

Piedras

Estoy en un sofá frente a un almacén de ropa. Respiro. Busco la calma en el aire que atrapo. Me cuesta moverme. Cada vez más pesado. Cuento las personas que entran y salen del almacén. Si pierdo la concentración oigo rumores de momentos simultáneos arremolinándose en el vórtex. Suenan como piedras rodando en el fondo de un río, reventándose unas a otras sin control. En todos hago algo distinto. En todos despierto y me busco; abro el cuaderno y propongo un cambio aleatorio a la ecuación que me confunda. Necesito agotar los momentos hasta encontrar una versión del mundo que haga eludible lo inevitable: una piedra que con mi intervención deje la cama del río y se eleve hasta despegar del agua, directo hacia el espacio. Nadie muere en el espacio.

Cocina

Me levanto temprano y trabajo hasta las siete. Todavía no sé cómo regular el flujo. Falta poco. Hago el desayuno para los tres. Hago huevo, tostadas, café y un batido de fresa y mango con yogurt. Esta tarde discutiremos y ella dirá que se va. Se llevará a la niña. Ya no puede más con mis obsesiones. No soporta mi vida desestructurada, entregada a esa nada. No aguanta el ambiente del Instituto, la gente, las preguntas, las rutinas. Le pido que entienda. Ella dice que el que no entiende soy yo. Tiene razón. Necesito distancia, me dice. Y tiempo. La niña no puede seguir viviendo en esto. Falta poco, respondo. Es todo lo que siempre digo. La niña llega a la cocina y pregunta qué hay de desayunar. Le digo que está servido y señalo su plato. Sale hacia el comedor con el plato en una mano y el vaso en otra. Sabe que estamos discutiendo. Esta noche volvemos a Bogotá, me anuncian. Cuando sepas qué quieres, llámame.

Nunca volveremos a hablar.

Publicado originalmente en
Matera 10-11: Tenemos Masacote