Lo que me incomoda es la existencia del valor, su amenaza. La idea de que desde su nacimiento un nodo deba recibir un valor aritmétrico que se actualiza con cada nanociclo y que pretende medir multidimensionalmente no sólo su potencial de intercambio y adquisición de servicios sino incluso su posible prescindibilidad a ojos de La Estructura. Soy consciente de que la existencia o no del valor es algo que está por fuera de mi alcance y el de cualquier otro nodo, no importa su nivel de ejecución. Sé que es sólo un índice que facilita los cálculos que permiten que todo funcione como debe funcionar de acuerdo a los parámetros pactados en El Concilio. Sé también que el control del valor, su desarrollo en el tiempo y variabilidad, depende de criptoalgoritmos inescrutables y por ende en la práctica no hay gran cosa que pueda hacer para afectarlo de una manera precisa. Pero saber todo eso no calma mi inquietud. Pienso en el valor de mi hijo. Ese es el detonante de mi crisis actual. Reviso con compulsión el índice en la plataforma de valoración instantánea a la que tendré acceso hasta que consolide su nivel de autonomía. Hago todo lo que debo hacer. Intento detectar patrones. Construyo modelos simples que me permitan aislar supuestos nichos de estabilidad local. Adquiero rutinas para sostener crecimientos que le aseguren un futuro cuando ya no esté y luego entro en pánico cuando la rutina no surte el efecto deseado y mi hijo vale menos que antes o menos de lo que debería valer para mí. Preguntas: Menos que quién. Cuántos niños valen menos que mi hijo. Cuántos niños valen más. Qué es el valor de mi hijo para mí. Qué dice el valor de mi hijo sobre mí. Para qué mi amor. La Monojerarquía es cuidadosa e impide que las instancias de decisión donde la valoración importa sean públicas. Todo, de nuevo, protegido por problemas computacionalmente irresolubles dentro del dogma que asegura que la consciencia explícita de las reglas pervierte el funcionamiento adecuado de La Estructura. En teoría el número es sólo una presencia fantasma. Algo por fuera de nuestro alcance que nos mide, categoriza y, en algunos casos, predice. En la práctica, sin embargo, el número es una cuantificación directa del vértigo de verlo caer. El número no me consuela ni me alivia. Tampoco me motiva. No siento que su valor me integre a lo que me rodea, no importa lo que La Monojerarquía predique. Al contrario, si algo nos integra es la certeza de que nunca valdremos lo suficiente y por tanto nadie alcanzará jamás la Permanencia. Creo que todos lo sabemos aunque en público sea inaceptable reconocerlo. Lo siento en los demás. Lo veo en las miradas de desconfianza o incomprensión súbitas en el tren. En la revisión nerviosa de la mano para asegurarse que que todo esté en orden, de que todo sea como corresponde dentro de la idealización personal de lo que el número iridiscente que fluctúa sobre la piel quiere decir sobre lo que somos y nos pasa. Me resigno y me valoro a través del número como si lo entendiera plenamente. Es desde esa comprensión fingida que miro a mi hijo y su número y me pregunto qué puedo hacer, qué puedo darle, qué puedo enseñarle, para que su vida no se reduzca a la larga a mirar su muñeca y esperar por un ascenso definitivo que jamás llega, como la mía. No quiero que herede mi terror. A treinta y cinco mil ciclos de distancia de mi inicialización recorro mi registro de experiencia consciente y me pregunto qué he aprendido sobre mí y mi valor. No lo sé. Huelo a mi hijo: flota junto a mí en el tren, ajeno a todo esto, feliz. Lo huelo y lo abrazo, lo siento suspirar. Miro una vez más el número en su mano diminuta. Lo comparo con el mío: por primera vez en su vida me supera. Confío en su sentido secreto aunque me evada. Encuentro alivio temporal en esa fe renovada. Agradezco en silencio a La Totalidad Infinita. Le pido aceptación y templanza.
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Matera 5: Tenemos Dinero