Tengo control sobre mi voluntad y lo ejerzo evadiendo toda acción o pensamiento impuro. Cierro los ojos y estoy de regreso en la posición asignada por el comando: la silla de madera endeble, la ventana entreabierta, el olor a leña, estática en la radio. Nunca me fui. Nada es más o menos real de lo que alguna vez fue: ni el tacto del metal ni el golpe seco de la bala-hecha-ausencia que reposa ahora realizada en el lóbulo parietal derecho del infractor de la directiva. Una vez confirmada por el hombre en tierra, numero y registro la condición del infractor procesado en el libro. Entrada ciento setenta y tres. Mujer no identificada dada de baja. Diecisiete a veinticuatro años. Desarmada. Recargo el fusil limpio y recién aceitado. Recorro el perímetro desierto con la mira telescópica. Abro los ojos. Asimilo mi entorno y mi momento. Me readapto. Llueve afuera. Ahora siempre llueve. En la celda hay una cama, un escritorio y un pequeño estante para libros y archivos. Sobre la mesa de noche el reloj en la terminal titila, constante y estático, para recordarme que estoy fuera del tiempo. Releo su carta: “Vi muchas esquinas con edificios redondos desde el avión y creo que me voy a enamorar de esta ciudad. Sigo pensando en qué busco en la gente y creo que inspiración y transparencia”. No sé si está viva o muerta. No firmó la carta. No recuerdo su nombre. Reviso la partida en la terminal sobre el escritorio. El juego del abad es torpe. Su estrategia es predecible. No sé por qué persiste. Sabe que será derrotado. Planta una nueva piedra. Le advierto: perderá. Me dice: todos perdimos. El abad estuvo en combate. Perdió a sus hombres en una emboscada. Fue capturado y torturado. Perdió a una mujer y una niña en los bombardeos. Lo confesó todo pero no le creyeron. Perdió sus piernas. Su placidez me confunde. Le pregunto por el dolor. Me dice que no siente dolor. Le pregunto qué siente. Articular un sentimiento lo trivializa y pervierte. Cada día un hombre tiene la oportunidad de experimentar un solo sentimiento auténtico. Identificarlo y acogerlo, encarnarlo, ha de ser su propósito primario.
Me encontraron entre los escombros del edificio. Pensaron que estaba muerto. Tal vez estuve muerto. Fui apilado sobre el platón de una camioneta junto a otros cuerpos y miembros huérfanos. Un enfermero me vio respirar. Desperté en la celda. La carta estaba sobre la mesa de noche, la llevaba entre el bolsillo de la chaqueta. Las persianas de madera mutilaban la luz. El abad se presentó y me dijo que ahora era libre. Le expliqué que no había sido entrenado para ser libre. Me asignó tareas sencillas en el rancho. Acompañó mi recuperación. Me enseñó el juego. Un tablero cuadriculado vacío. Las piedras cercaban el vacío. Su presencia estática emanaba amenaza. El intercambio pasivo de posiciones globales cada vez más complejas desencadenaba confrontaciones locales súbitas que luego se difuminaban en nuevas formas de calma. La guerra eterna. Cierro los ojos. La culata firme en mi hombro. El gatillo tibio bajo mi dedo índice. En la calle resuena el ruido de los aviones. Antes del misil llega el silencio.
(Koan: una mañana de febrero, tras la meditación, un monje dudoso pregunta a su maestro cuál es el sentido del mundo. El maestro, un anciano centenario conocido por su severidad, lo reprende. En castigo por su impertinencia, deberá caminar de Kyoto a Nara y regresar llevando una pesada piedra con la condición de jamás levantarla del suelo. El monje obedece y recorre el camino de la capital a Tōdai-ji sin descansar. Patea la piedra con constancia aunque lastima sus pies. Al llegar al gran templo protegido por los ciervos descubre que su maestro lo espera en la puerta junto a los guardianes. “Quién eres ahora”, le pregunta al monje. “Soy el camino”, responde el joven. “Idiota”, dice el maestro, “duerme afuera y usa la piedra como almohada. Deshonras el templo sagrado con tu presencia sucia”. El monje duerme a la intemperie sin más abrigo que su túnica de aprendiz. Aunque está agotado, al otro día muy temprano se levanta e inicia su regreso a la capital. Pero nunca llega. Deshidratado y desnutrido, con la cara quemada por las heladas y los pies en carne viva, cae rendido y muere al final del primer día de viaje. La piedra continúa su camino solitaria.)
Alguna vez fui alguien más. Su identidad no tiene importancia. Hay un parque y un lago y ella, todavía no sé su nombre, me pide una foto junto al embarcadero. Es su primer día en la ciudad. No conoce a nadie. Necesita trabajo. No recuerdo mis palabras, tal vez sólo ella hablaba. Caminamos por la playa. Me pregunta si se puede tomar un barco en el lago que la lleve al mar. Quiere estar lejos. Me cuenta que se fue de su casa porque no soportaba el perfume de su mamá muerta en los armarios. Un día, después de levantarnos, me enseña a amarrarme los zapatos. Otro día me dice que está cansada de mis certezas y se va. Dos meses más tarde recibo su carta. Después hay lluvia.
Tengo libros en mi estante. Los tomo de la colección de libros rescatados de las ruinas por los monjes. La mayoría están mojados y deshojados, cúmulos de fragmentos sin rumbo. Prefiero los de historia y guerra. En la guerra me siento a salvo: una piedra obediente suspendida entre la muerte y la inevitabilidad de su misión. El abad quiere que me encargue de los libros. Le he dicho que lo consideraré. El abad dice que debo encontrar mi lugar. Cierro los ojos. Los abro. El juego continúa. Será destrozado una vez más. No le importa. Le he preguntado varias veces quién ganó la guerra. No responde. Creo que no lo sabe. Planta una nueva piedra. Leo que en 1938 el coreano Yang Kyoungjong fue reclutado por los japoneses para combatir al ejército soviético. Los soviéticos lo capturaron y fue obligado a combatir a los nazis en el frente oriental. En 1943 fue capturado por los alemanes, que lo forzaron a defender Normandía de los aliados. En junio de 1944 fue capturado por tropas americanas. Su historia no termina. Leo descripciones del sonido de los morteros durante la primera guerra. Traduzco una traducción del alemán que tal vez es una traducción torpe de algo más: “Un verdadero crescendo de sonidos tan continuo como si se amalgamaran y mezclaran en un solo rugido aniquilante, el rugido de un tren en un túnel amplificado un millón de veces. Sólo lo supera el raqueteo de las ráfagas de ametralladora como relojes enloquecidos: tictacs hasta el cierre del tiempo en un conteo asfixiado y final”.
Publicado originalmente en
Matera 8: Tenemos Piedras