Disfruto el silencio de este lugar: la tranquilidad que se siente por la mañana cuando abro la puerta, camino por el corredor, paso junto a la sala de lectura y bajo las escaleras para salir al patio. Afuera están los perros, despiertos desde temprano, persiguiéndose mutuamente por turnos, y también el frío sabanero que se mete entre la ropa y me despierta de golpe. Camino hacia los naranjos, que a esa hora todavía huelen dulce, y los perros me siguen. La sensación del prado húmedo contra los dedos de los pies me hace bien. Es temprano y pienso en el resto del día y me gusta saber que no necesito pensar en nada. No necesito nada. Mi propósito es recuperarme, aprender que lo que soy no me condena. Pienso en el viejo que duerme en mi cuarto. Está calvo, fuma más de lo que debería, ronca por las noches. A veces viene su hija a visitarlo y le cuenta cosas sobre las masacres en la ciudad y un nieto que nunca ha visto. Cuando habla le promete a la mujer que pronto estará de vuelta afuera y podrá conocer al niño. Cuando ella se va lo oigo llorar en el baño. Si tarda más de la cuenta llamo a los encargados. Ellos abren la puerta con la llave y lo encuentran sentado en la taza, perdido. Quiénes son ustedes. Dónde estoy. Qué quieren de mí. No sé cuántos años lleva aquí. No sé por qué está acá y creo que él tampoco. Prefiero no hablar con él para no contagiarme de lo que quiera que tenga. Junto a los naranjos hay una piedra para sentarse. Desde la piedra miro la casa, la entrada al instituto, los cerros en la distancia. Yo pensaba que el tiempo servía para acercarse a lo que uno quería ser. Pensaba, y todavía pienso, que sólo hace falta paciencia y disciplina. Pero entonces está esto, este lapsus, el viejo que ronca, esta espera tan distinta de todas las demás. Se supone que un día, eso me han dicho, un hombre vendrá a mi escritorio en la sala de lectura donde me siento a trabajar por las tardes, a matar el tiempo que ya no pasa, y me dirá que todo está bien, que puedo regresar, que soy libre, que he recuperado la vida que perdí. A veces, sentado en la piedra, pienso en lo que se sentiría levantarme una mañana, jugar con los perros, venir a los naranjos, despedirme y caminar hacia la entrada.
Feijoas al desayuno. El objetivo del diario no es el registro de los días sino la constatación de su paso. Una prueba de progreso. O de cambio. Desde que inicié mi trabajo en El Programa debo cumplir con este requisito. Es parte de las condiciones que acepté. Estoy a cargo de la huerta en el jardín. También debo alimentar a las gallinas a las ocho y recolectar sus huevos. La rutina de pequeñas tareas es terapéutica. La repetición me consolida. Al medio día, luego del almuerzo, me reúno con la doctora y discutimos la noción de progreso dada mi condición. La doctora espera que me involucre, que participe en mi propia reconstrucción. No sé cómo pude pasar tantos años sin ser nada en particular. La doctora me pregunta cuáles son mis expectativas al respecto de El Programa. Le respondo que cuando era niño quería aprender a saltar de cabeza a la piscina pero que cuando por fin lo logré me fui derecho de cabeza contra el fondo y perdí la consciencia. Le enseño a leer a una mujer por las mañanas. No sé su nombre. Cada día dice llamarse de una manera distinta. Hoy se llamaba Ángela. Aprende lentamente. Está obsesionada con aprender a reconocer ciertas palabras. Nunca le he preguntado por qué no aprendió a leer antes ni por qué le interesan tanto esas palabras. Le pregunto a la doctora. La doctora me pregunta por qué no le pregunto a la mujer. Le digo que no sé si sea un asunto sensible. La doctora me pregunta si me avergüenza estar acá. Le digo que necesito pensarlo. Le prometo una respuesta para mañana.
Mi interacción con el mundo vivo es modulada a través de una proyección de lo animado en lo inerte. Mientras que habite la proyección, mi memoria persiste. Por las mañanas, antes del desayuno, salgo descalzo a caminar por el patio, cerca a los gallineros. Es mi nueva costumbre. El prado siempre está mojado y frío a esa hora. Un perro me sigue. Toma un rato que los pies se habitúen, que deje de doler, pero luego la sensación de caminar junto al perro se torna placentera, suave, me despierta. Siento el quiebre del pasto podado a mi paso, la resistencia y el quiebre. Es temprano y todavía no sale el sol. Pasan bandadas de gansos hacia el norte. Me gustaría volar con ellos y salir de aquí. Hacerme pequeño y volar sobre un ganso que me lleve al norte, más allá de los lagos, al reino de los osos. Aunque sería duro dejar al perro. Durante el desayuno oímos las noticias en la radio: entrevistan muertos. Les preguntan qué se siente (morir), y los muertos no dicen nada. Sin las luces de los bombardeos durante la noche sería difícil creer que la guerra esté tan cerca. La doctora me pregunta por eso. ¿Dónde estaba cuando todo empezó? ¿Por qué no me gusta hablar de la guerra? Le respondo que tengo rabia, que intento mantenerme sereno y en control, fiel a las directivas de El Programa, pero que en este momento sólo tengo rabia y no sé qué hacer con ella. No sé hacia dónde llevarla o sacarla para que sane y me deje vivir de nuevo. En busca de calma, voy a la sala de estudio y dedico la tarde a mis cálculos. Sería más sencillo si tuviera la máquina conmigo. Debo verificar todo de nuevo a mano. Necesito cotas mejores si quiero proseguir. Necesito controlar el límite de expansión de la función de crisis. Voy a la capilla antes de la comida. Me arrodillo en un reclinatorio por primera vez en veinte años y le pido a Dios que me proteja, que me saque de aquí, de mí.
La lluvia de ayer era la antesala del diluvio de hoy. El viento se lleva todo. Un perro pequeño, el que dormía boca arriba en el patio, sale despedido y explota contra un poste de la luz. Los gatos se esconden bajo cuevas improvisadas entre las mantas de los tolerantes. Los árboles resisten. Estoy en el patio en piyama. Llevo un bastón. Cada paso cuesta, pero necesito salir. Es la costumbre. Voy por los huevos. Quiero asegurarme de que las gallinas estén bien. Son mi responsabilidad. Me quito las gafas para poder ver. Una enfermera me grita que vuelva pero no se atreve a salir por mí. You fools! I and my fellows are ministers of Fate: the elements.
Llueve ceniza. Huele a carne asada. Dicen que son los incendios en la ciudad. La radio transmite anuncios automatizados de manera esporádica entre bips y baladas viejas. Promesas de calma. Números. Sitios y horarios de distribución de víveres y servicios crematorios. Una mujer llora y pide a Dios por la suerte de sus hijos. Instrucciones para sobrevivir a un ataque psíquico. Lista de refugios con vacantes. El tiempo se hace lento. Ayer no llovió pero cayeron volantes rojos con amenazas y nombres. La sabana no es segura. Los perros están nerviosos: sienten el rumor de los tanques. He iniciado un cuaderno nuevo donde consigno en limpio los progresos de las últimas semanas. Será lo único que me lleve. Eso y el diccionario. No sé todavía para qué. Qué sentido tiene. El viejo dice que se queda. A nadie le importa. Ni a mí. Se quiere morir. Lo entiendo. Es sensato. Casi no puede caminar. ¿Qué futuro le espera? La casa es nuestra. La doctora no volvió. Las enfermeras huyeron tras la estampida de avestruces. El viejo dice que nos engañan: se burlan de nosotros, dice, no sé por qué no pueden verlo. En la televisión, por las noches, sólo hay musicales viejos, gritos y películas de terror.
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Matera 6: Tenemos Fantasmas