Los antiguos pensaban que El Fin Último llegaría como consecuencia de una serie de incidentes menores pero significativos que, acumulados, configurarían El Símbolo que despertaría a La Bestia también llamada Destrucción. Así lo escribieron en los libros. Los he leído todos. Hablaban de un hombre que concentraba La Miseria y El Odio del mundo. Este hombre nacería desprovisto de cualquier traza de Divinidad. Sería el primer hombre libre de los designios del Nombre. Conformaría un ejército de seguidores fieles. Sería admirado y odiado por igual. Se alimentaría del odio. Desencadenaría la Furia.
Mi papel en el Esquema fue encontrarlo.
Nunca elegí ese camino. El camino me eligió. Yo sólo quería triunfar, como todos en ese entonces. De cierta forma lo logré. Fui uno de los pocos.
En la reunión de preproducción reiteraron la necesidad de diferenciarnos de la competencia, entregada a las realidades paralelas. El canal tenía una fuga de audiencia que parecía incontenible. Los anunciantes más sólidos, excepto un par, nos habían desahuciado. Una encuesta reciente destacaba nuestra timidez y aversión al riesgo, el tipo de virtudes que nadie quería tener en el negocio. Entre los ancianos nos iba bien, pero los ancianos no son un mercado vital, por decirlo de una forma no demasiado ofensiva.
El proyecto por el momento sin título pretendía confrontar esa imagen taimada y reintroducirnos ante el Gran Público como el canal que estaba dispuesto a romper todos los límites para recobrar su afecto, ese que acumulamos y desperdiciamos durante los años de la inocencia cuando una buena historia bíblica mojigata, modernizada y precariezada adecuadamente con actores naturales subnormales al borde del abismo social, ganaba elogios y todo el patrocinio que pudiéramos soñar.
El jefe dijo al final de la reunión que para este proyecto necesitábamos al frente a un verdadero hijo de puta. En lo posible debía ser el verdadero hijo de puta. Ese era nuestro reto.
La búsqueda no me correspondía, al menos no inicialmente. El asistente de producción a cargo de compilar la lista preliminar de candidatos enfermó. Un cáncer misterioso que entró en metástasis dos semanas después de ser detectado. Era joven y bueno. Tenía talento pero le falló la suerte. Horrible. Una tragedia. Es esencial nunca olvidar nuestro lugar dentro de la escala cósmica. El jefe me pidió ocupar su lugar e iniciar las entrevistas de acuerdo al orden de prioridad decidido en una reunión a la que no asistí debido a razones personales en las que prefiero no adentrarme para no condicionar su juicio ni poner en duda mi decencia o buenas intenciones. El hecho de que mi tío (político) fuera el gran magnate mundial de los helados de pura fruta me daba ciertos privilegios dentro de la compañía.
Mi tío político todavía creía en el canal, y seguiría creyendo en tanto que su sobrino predilecto ascendiera sin obstáculos. En varias visita al jefe se lo había dejado bien claro.
Uno a uno descarté a todos los candidatos. Ninguno tenía el filo que el jefe buscaba, ese que distingue al verdadero de un hijo de puta del común. Los hijos de puta abundan en el mundo culinario. Los mejores cocineros, los más reconocidos, son el producto de procesos de selección que premian la envidia, la hipocresía, la traición y la disposición para la tiranía. Había una mujer, la quinta, que tal vez con un poco de motivación habría cuajado: tenía ese sentido del humor atroz del desesperado por agradar. Había tenido éxito. Tras deshacerse de sus socios con trucos legales que no tiene sentido detallar era dueña de su propia cadena de restaurantes de comida intelectual. Era ambiciosa. Quería dar el paso siguiente: colgaba videos en línea donde ofrecía consejos sarcásticos a principiantes hipotéticos acompañada de un hombrezuelo con retardo mental que la adoraba y a quien humillaba sin compasión presentándolo como un modelo universal de todo lo indeseable. Por desgracia le faltaba carisma. Un hijo de puta sin carisma está condenado a la mediocridad. No me apena que esa mujer haya muerto. Lo merecía. Todos lo merecían.
En una reunión reporté el resultado de las entrevistas. El jefe estaba disgustado. Insistió en la necesidad de encontrar al elegido. Cualquier medio era válido. Teníamos hasta noviembre para dar con nuestro hombre. El canal dependía del éxito del proyecto. Era nuestra única apuesta.
Recuerdo que esa madrugada desperté junto a una secretaria del canal. No me gustaba pero era lo que había a la mano. Inicialmente me asusté: pensé que estaba muerta. En realidad estaba solamente inconsciente: tenía pulso. Tal vez me había excedido en la dosis. No todas toleraban igual mis avances. Encendí el televisor para tranquilizarme, luego me encargaría de ella. Recorrí rápidamente la bandeja de programación en busca de algún título que me intrigara. Nada. Pedí al sistema que me sorprendiera. Apareció un hombre en la pantalla frente a un tablero en lo que parecía un laboratorio devenido en cocina. Dibujaba fórmulas químicas. Describía reacciones. Enseñaba a quienquiera que lo viera a esa hora los secretos moleculares detrás de la preparación del suflé. Era fascinante. Me bastó un minuto para decidir que era mi hombre. Tenía intactas la frustración y el odio contenido que los otros candidatos habían malgastado triunfando. Estaba ante un perdedor. Habíamos enfocado mal la búsqueda: el éxito debilita al malparido. Este hombre, podía leerlo en su voz, estaba convencido de que estaba hecho para ser el más grande pero el mundo, esa partida de oligofrénicos, lo había ignorado. Llevaba años en la franja maldita, acumulando odio. Sólo necesitaba una oportunidad para demostrarlo. Yo se la daría.
Su nombre era Michel, Doctor Michel Villegas.
Lo llamé. Le describí la idea. No lo podía creer. Cinco días más tarde lo presenté en una junta con los productores. Era tímido, había aprendido a disimular bien su megalomanía congénita. Tenía estudios avanzados en ciencias. Había sido pobre. Su calvicie prematura lo atormentaba. Parecía un hombre de cincuenta años aunque apenas rondaba los cuarenta. Había sido despedido de la universidad por denuncias constantes de comportamiento inapropiado. Su alcoholismo era evidente. El único hijo que tenía se había ahogado en una piscina bajo su supervisión. Se odiaba. Era el candidato perfecto. El jefe, empero, no parecía convencido. Era demasiado arriesgado depender de un desequilibrado, me dijo una vez Villegas dejó la sala de juntas. Le pedí que confiara en mi instinto. El jefe sugirió que nadie estaba mejor capacitado que yo para reconocer a alguien de mi calaña. Le pedí explicaciones. Dijo que no era importante. Pidió a la secretaria que removiera esa conversación del acta. La secretaria me miró. Sentí miedo en su mirada. Me evitaba desde esa noche. Sonreí al recordarla. Todavía sonrío.
Las primeras pruebas del programa demostraron que había dado en el blanco. Villegas era un déspota pasivo-agresivo con complejos varios que canalizaba su ira en humillaciones sutiles pero contundentes sobre los simulacros de participantes. Era detestable y no lo sabía. Justo lo que buscábamos.
Cuando el programa salió al aire su audiencia no dejó de crecer con cada capítulo. Pronto canales en varios países enlazaron la transmisión. Los anunciantes estaban encantados. Mi tío había llamado personalmente al jefe para felicitarme. Sus helados se vendían mejor que nunca. La mala leche de Villegas cautivaba. En las redes sociales era un generador de las indignaciones más puras e intensas. Nadie podía resistirse. Todos querían asistir en vivo, así fuera para condenarla, a la degradación impune a la que sometía cada semana a nuestras diecisiete jóvenes promesas de la cocina nacional en diversas pruebas que pretendían evaluar sus capacidades culinarias bajo presión (un eufemismo). Los habíamos elegido bien. Los habíamos elegido para que potenciaran los resentimientos de Villegas. Eran jóvenes educados, bien hablados, de plata, con futuro. Todo lo que él no era. Sus papás les pagaban cursos en el academias de renombre y financiaban sus restaurantes. Varios eran suficientemente reconocidos pero no pudieron resistirse a la promesa de visibilidad amplia que ofrecíamos a cambio de su participación.
Ya lo dije antes: en ese entonces todos queríamos triunfar.
Entre los concursantes se destacaba un hombrecito amanerado que había llorado antes que cualquier otro durante mi evaluación. Tenía mis esperanzas puestas en él. Sabía que sería el preferido de Villegas. Era talentoso, apuesto, resuelto y simpático. A diferencia de los otros no venía de una buena familia. Era huérfano. Parecía un monje. Se había forjado a pulso y hacía muy poco había logrado montar su propio restaurante con ayuda de un préstamo bancario. Si ganaba el concurso pagaría sus deudas e invertiría el resto en equipar su cocina. También quería regalarle una escuela a su pueblo. Encomiable. Villegas se deleitaba acercándose a su mesón durante los momentos más críticos de la receta a preguntarle qué hacía para luego ahondar en preguntas más y más minuciosas hasta evidenciar su inevitable ignorancia.
¿Para qué está acá?, le preguntaba. ¿Cree que sus méritos me convencen? ¿Cree que no sé reconocer a un farsante cuando lo veo?
El hombrecito bajaba la cabeza y no respondía.
En el quinto episodio, tras el interrogatorio de rigor, Villegas levantó la sartén donde preparaba un guiso y arrojó el contenido entero a la basura. En el séptimo escupió sobre su plato de crema de pollo y batata recién servido. En el noveno lo hizo comerse una barra de cacao puro.
En una cámara privada el hombrecito confesó al borde de las lágrimas que contemplaba el suicidio.
Era oro puro. El público lo amaba.
Villegas lo candidatizaba todos los miércoles para ser expulsado y cada semana el sondeo de salvación lo elegía para ser perdonado y extender así su martirio.
El hombrecito decía que no podía más. Pedía clemencia. Sufría por todos nosotros.
Sabe lo que va a pasar, me dijo el jefe.
El público está preparado para dar ese paso, le respondí. Quiero todas las cámaras sobre él, ordenó el jefe en la siguiente reunión. Pensé que había entendido.
Los antiguos prefiguraron el futuro pero no contaban con las herramientas para interpretarlo.
El hombrecito degolló a Villegas con el mismo cuchillo cuyo filo insuficiente había servido de excusa para tratarlo de imbécil, maricón y castrado un episodio atrás. Basta, estoy harto, dijo cuando Villegas se acercó y le preguntó qué pensaba que hacía con esa mierda de hamburguesa. Sólo eso. El corte fue suave y profundo. La sangre corrió en directo sobre su delantal blanco inmaculado. Su última mirada de incomprensión la dedicó a la cámara central. El hombrecito lo tenía agarrado del pelo. Así los vimos por última vez. Fue una toma final reivindicativa y hermosa. En respuesta el índice de audiencia se disparó. Las redes sociales colapsaron en júbilo. De haber sobrevivido a la primera ola de linchamientos el jefe estaría dichoso. El público estaba preparado: lo colgaron empeloto de la antena insignia del canal. Mi tío, el magnate mundial de los helados de pura fruta, intentó huir de la turba junto a su familia en su avión privado y fue derribado. Nunca pudo decirme que estaba orgulloso de mí pero yo sé que lo estaba. Ya nunca más lo avergonzaría. Agradecido por su apoyo incondicional me senté en la terraza del apartamento que me había regalado a disfrutar los gritos, las explosiones y el fulgor de los incendios que precedieron al colapso.
No todas las noches nace un mundo nuevo. Había leído los libros. Sabía que era un hombre privilegiado.
Publicado originalmente en
Matera 9: Tenemos Cocina